lunes, 25 de enero de 2010

LA PATOCHADA
HOY, UN CUENTO

Educada en escuela de monjas, Jade Ramírez Sandoval, era, además de hija única de la familia Ramírez Sandoval, una mujer con atributos físicos bastante favorables: trigueña de cabello inmensamente castaño obscuro, cuerpo generoso, casi atlético, rostro ovalado con ojos grandes y rasgados. Así, Jade, como mimada hija única era privilegiada pues sus padres le habían cumplidos todos sus caprichos, algunos de los más comunes era cambiar de guardarropa en distintos puntos del mundo, del primero para precisar; por ejemplo algunas blusas y vestidos de vanguardia los surtía en New York, en la quinta manzana; se jactaba de contar sus aventuras por Italia en la búsqueda de los zapatos exclusivos, esto porque en ningún otro lado del universo se ajustaban a los enormes pies que a pesar de las cirugías para disminuir su prolongada herencia paterna de la unión de las segundas falanges de los dedos pulgares de los pies. Toda una pieza al comprar la lencería francesa, aunque reconocía ante Rocío del Alba, su mejor amiga, que las creaciones latinas combinaban delicadeza en la textura de sus encajes con el toque del color candente de nuestra sangre, algo de lo que se enorgullecía pues en los círculos de sus amistades en el extranjero no dejaban de hacer notar esta particularidad de su “delicioso carácter”.

Ir a la ópera, sólo para saludar familias aristócratas de musisian, como ella decía; pero si se trataba de las grandes fiestas, ella jamás pasaba desapercibida, pues se las ingeniaba para hacerse notar con sutileza; unas ocasiones tomaba a su esposo del brazo y lo obligaba a bailar abriéndose pista y abriendo los brazos, sonriendo y bajando un poco el rostro para destacar sus enormes ojos. O bien, al tocar un tema, nadie sabe cómo su voz iba tomando el mando son risas y comentarios sarcásticos como: “pero eso quién no lo sabe…” seguida de una explicación por demás incoherente pero llena de atracción para los presentes. Invitaba a continuar con la fiesta mediante un guiño pícaro o con un acompasado movimiento de manos mostrando su perfecto manicure que al tono encendido de sus uñas abanicaba su rostro resaltado, por supuesto, sus enormes ojos.

Así es ella, decía Arturo ante las expresiones de sus padres y amigos que ya tenían mucho tiempo en trato y amistad con las familias. Ninguna disculpa valía para la paciencia infinita de sus amistades cercanas, sencillamente la dejaban ser.

***

En una zona exclusiva de Zirahuén, una modesta cabaña se esconde entre los pinos que, vistos desde el pie, casi tocan el cielo y valsan al compas del viento musical; en conjunto las olas diminutas, anestesia de las bestias, como decía Arturo, completaban el ciclo musical de ese espacio íntimo del lago que se cierra ante el enorme espejo del lago.

Sentado bajo el pino que lo abraza, y acompañado de Mutra, las estrellas matutinas del lago iluminaban los ojos de aquel que atento recuerda un sueño –ojos marrones enmarcados de la mascada blanca de seda, un vestido blanco, escote a todo lo posible y tirantes anchos al hombro que resbalaban suaves por esa piel crema, unos labios rojos mordisqueando la punta del la patita de los lentes Prada. Nada, ni el conjunto de los árboles igualaba la belleza de Jade, la mujer, su mujer, que no le provocaba más que delicia visual. Belleza al final de cuentas, pero cansancio y apatía, simpatía y cordialidad en su trato cotidiano y ante todo paciencia estoica en esos momentos de acto sexual frustrado. Ya ni los coordinados de encaje negro con cintillas doradas provocaba la libido del esposo, acto seguido de la furia desencadenada de Jade ante el rechazo de quien suponía tenía en casa para cuando Sebastián iba de motocross a otro estado.

Inquieto como cualquier joven que se sabe lindo y conquistador, Sebastián Torres se hacia el interesante cuando no estaba en Morelia, nunca contestaba las llamadas de Jade porque el acuerdo consistía en que sus encuentros eran cada inicio de semana y viernes por las tardes en el departamento de las Américas. Pacto que Jade tuvo que respetar a fuerza de desprecio total de Sebastián.

La nena que no supo en qué momento ya no era la nena de Arturo, buscó alternativas amatorias con un joven que conociera en un pequeño choque entre el gran marquiz y una moto; después del peritaje las visitas al departamento de Sebastián no eran precisamente para entregar papeles para firmar. Basto un roce al tomar la pluma y los documentos volaron; desde entonces eran amantes, nada secretos porque salían a tomar una copa y de ahí a la privada detrás de Sambors.

A Arturo no le preocupaba que Jade tuviera amante, de hecho la justificaba diciendo –pobre alma solitaria- en cambio existía otra cosa que era alarmante por la imagen pública que debían cuidar: su descaro, el de ambos, Jade y Sebastián, al exhibirse de la mano en los lugares a donde tomaban la copa y que era frecuentado por las amistades de las familias.

(ESTE ES UN COMIENZO, SI QUIERES, DESTRÓZALO)

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