miércoles, 10 de febrero de 2010

Con regularidad es mejor la ficción que la realidad

La sonrisa que asoma por la venera de la puerta del dormitorio de Sara, enmudece. Un fuerte portazo eleva sus ojos sobre la cobija. La jala hasta envolverse con los sonidos de los pasos apresurados. Helados susurros vuelan arriba, en la gran bóveda de crucería. Querubines fijos en la cama de Sara. La ventana de la torre se abre de golpe y el aliento de la montaña ciñe su frente… y nada.

El sol brilla, las flores alegres esparcen su roció por el campo y, suaves, rozan la delicada nariz de Beka. El contraste del blanco puro de su almohada resalta esa negra cabellera, motivo de locuras en los pastos del jardín de la tía Ana. Aun quedan algunos pastos rebeldes, adheridos sin la menor intención de retirada.

Sus largos brazos le cubren todo el vientre sin que se pueda mover. Ella contiene ese grito que le carcome el interior. Su mirada, casi al brote de esas enormes esferas, reduce su centro al mínimo punto. Objeto de su fijación, la peña de la que sus pies se desprenden para seguir, con él, hasta el vacío en una caída larga, eterna.

Estruendo recorrido del sonido por cada cavidad del aparato auditivo. Viaje de una pared hacia otra, tubo interminable y hasta las neuronas, que en red extienden el mensaje, viajero de mil partículas, llevado por torrentes sanguíneos y hasta las uñas, resuena en estruendo júbilo la palabra poseedora: ¡mine!

Canto que cantas cantatas encantadoras.


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